Por Natalia Pérez.
Una ONG mexicana de centro derecha llamada Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal acaba de publicar el ranking de las 50 ciudades más peligrosas del mundo, en el que se incluyeron ciudades de más de 300 mil habitantes cuyas tasas de homicidios estaban disponibles en internet. Aunque no se trata de un estudio riguroso, y es seguramente un poco sesgado, vale la pena revisar los resultados. El Espectador de hoy incluyó una breve nota sobre estos, titulada “Las primeras 20 de las 50 ciudades más violentas del mundo son latinoamericanas”. Sin embargo, esta nota no corresponde a los resultados que arroja el informe: en realidad 45 de las ciudades más violentas del mundo están en el continente Americano y 40 de ellas en América Latina, es decir el 80%.
Los países con el mayor número de ciudades en el ranking son Brasil, México y Colombia, mientras que la ciudad más violenta registrada es San Pedro Sula, en Honduras. Las ciudades colombianas que se incluyen en el ranking son Cali (11), Medellín (14), Cúcuta (23), Pereira (35) y Barranquilla (42).
La primera claridad que resulta de esto es que no estamos solos en medio de la violencia: esta se tomó el continente. La segunda es que, aún si resolviéramos nuestro eterno conflicto armado (y ese ya es un anhelo inmenso), la violencia en Colombia persistirá si no renovamos nuestro contrato social, tal y como ha ocurrido con los países centroamericanos, en los que 15 años después del fin formal del conflicto aún se presentan tasas de violencia altísimas y mucha debilidad institucional.
Hace ya un tiempo leí una entrevista a Marcola, líder de una banda criminal brasilera en la que él sostenía que [él y sus hombres] “Ya somos una nueva especie, ya somos otros bichos, diferentes a ustedes…. Hay una tercera cosa creciendo allí afuera, cultivada en el barro, educándose en el más absoluto analfabetismo, diplomándose en las cárceles, como un monstruo Alien escondido en los rincones de la ciudad.... La post miseria genera una nueva cultura asesina, ayudada por la tecnología, satélites, celulares, Internet, armas modernas. Es la mierda con chips, con megabytes. Mis comandados son una mutación de la especie social. Son hongos de un gran error sucio”.
Vuelvo entonces al tema de la necesidad de renovar el contrato social. No creo que sea casualidad que toda esta violencia ocurra justo en nuestra región, que es la más desigual del mundo. Una región de profundas paradojas en la que la alegría y el carnaval se mezclan con sangre.
La forma en la que nuestras sociedades se estructuran, con clases sociales bien delimitadas y bajas posibilidades de movilidad social, niveles de racismo tan altos que incluso habitan el inconsciente colectivo y que por ende nos cuesta reconocer, elites con un muy bajo y limitado sentido de responsabilidad social, en fin, sociedades en las que la mayoría debe conformarse con muy poco y permanece excluida toda su vida, hace que siempre exista gran cantidad de “materia prima” para alimentar la guerra.
Es por esta razón que la estrategia de perseguir y asesinar a los líderes de las Farc o de las Bacrim me parece tan inútil. Es cierto que en el mejor de los casos esto puede llevar a una desmovilización de un bloque o frente, pero el vacío que deja un grupo es rápidamente ocupado por otro, y además, muchos desmovilizados reinciden. La columna de hoy de Antonio Caballero http://www.semana.com/opinion/otra-vez-farsa/170363-3.aspx muestra cómo los jefes de estas bandas se “reproducen como patriarcas de la Biblia” y señala al narcotráfico como el eje del problema, aunque deja por fuera otros temas que considero vitales. Por supuesto, la discusión sobre esta gigante y poderosa multinacional ilegal es central en el debate de la violencia latinoamericana, pero este será tema de otro blog.