martes, 1 de mayo de 2012

Las mujeres y la guerra


Por Natalia Pérez

No tengo ninguna duda de que las mujeres resultan particularmente impactadas como consecuencia del desarrollo de un conflicto armado. Dado que la mayoría de las bajas en un conflicto son hombres en edad productiva, está claro que tras su muerte –o discapacidad-, son muchas las mujeres que deben asumir solas la responsabilidad de mantener a sus familias, lo que aumenta significativamente su condición de vulnerabilidad preexistente. De esta forma, por ejemplo, los hogares de mujeres desplazadas cabeza de familia son los más pobres dentro de los pobres, condición que se agrava si además pertenecen a una minoría étnica. Además de lo anterior, hay también otras múltiples formas de victimización contra las mujeres que sin duda explican -y justifican -el porqué en el imaginario colectivo las mujeres son percibidas  principalmente como víctimas de la guerra.

En Colombia, como consecuencia del prolongado conflicto armado, muchas mujeres se han proyectado desde el nivel comunitario como actores clave en la defensa de los derechos humanos y la denuncia de violaciones y abusos cometidos por diversos actores armados. Un ejemplo muy notable de este liderazgo lo constituyen mujeres como Carmen Palencia, líder de la restitución de tierras, quien recibió el premio a una de la mejores lideres de Colombia en 2011, y Yolanda Izquierdo, quien lideró una asociación de desplazados en Córdoba que buscaba la verdad detrás de acciones de las AUC y fue asesinada en 2007, entre muchas otras.

Sin embargo, al recorrer recientemente algunos municipios de Colombia, he vuelto a ver algo que ya había notado hace 12 años cuando viví en dos pequeños pueblos de Cundinamarca: las mujeres jóvenes, que en muchos casos son niñas menores de 14 años, son las primeras en acercarse a los miembros de grupos armados cuando estos llegan a sus municipios y se convierten rápidamente en sus amantes, aliadas y en las madres de sus hijos. No importa si se trata de grupos legales o ilegales, lo que parece seducirlas es simplemente el “uniforme” y el poder que estos actores ejercen en virtud de las armas que portan. Y esto no sólo tiene un efecto en ellas y en sus familias – pues se ponen en riesgo y por lo general se vuelven objetivo militar del grupo enemigo- ,  sino que también constituye un incentivo poderoso para que los hombres jóvenes locales se unan al grupo, ya que esto los hará sexualmente más atractivos y deseables.

Sin duda las relaciones de género extremadamente desiguales en las que las mujeres colombianas vivimos, que son mucho más marcadas en el sector rural, explican en parte esta actitud: las mujeres necesitan de un hombre fuerte para que él asuma su protección y las mantenga. Sin embargo, me pregunto si no valdría la pena cuestionar esta actitud y, sobre todo, la responsabilidad ética que esta tiene en la perpetuación del conflicto.

No se trata de criminalizar a todas las mujeres rurales ni mucho menos. Además esto también ocurre en zonas urbanas y con mujeres que tienen más oportunidades, como es el caso de las modelos famosas que se casan o que son amantes de “traquetos”. Simplemente, creo que como sociedad no hemos cuestionado lo suficiente –ni estudiado o mucho menos entendido- el rol de las mujeres civiles en las dinámicas del conflicto y la violencia. Qué pasaría por ejemplo si las mujeres fuéramos menos permisivas con los actores armados? Acaso no estamos las mujeres aceptando y validando socialmente el uso de métodos violentos al escoger a actores armados como parejas deseables y, a través de este mecanismo, perpetuando un conflicto que al final nos victimiza desproporcionadamente?.

Qué pasaría sí, por ejemplo, como se narra en la obra de teatro Lisístrata de Aristófanes, las mujeres dejáramos de tener sexo con los soldados (de todos los ejércitos y grupos) para presionar el fin del conflicto? Qué pasaría sí hiciéramos de esto una forma emblemática de resistencia pacífica?

En Colombia, el precedente más importante es  el caso de la huelga de piernas cruzadas que protagonizaron las novias de pandilleros en Pereira para que estos se desarmaran en 2006, la cual produjo una reducción importante en los homicidios de la ciudad. Bajo el lema “la violencia no es sexy”, ellas usaron el sexo como mecanismo de presión para alejar a sus parejas de las pandillas y esto se convirtió su vez en una forma de reivindicación para ellas mismas, pues se sentían en posición de exigir algo a sus parejas. En conflictos armados, quizás el caso más emblemático es el de las mujeres de Liberia, quienes cansadas de una larga guerra civil que devastó al país durante 14 años, decidieron acudir a una huelga sexual - entre otros mecanismos no violentos- para presionar a los hombres a firmar la paz, lo cual consiguieron.

No es que crea que aquí yace la clave de la solución a nuestro conflicto armado, pero lo que sí creo es que, de una parte, tenemos que ser más creativos en la búsqueda de medidas de presión y soluciones al conflicto y, de otra, espero que este tema nos sirva de excusa para reflexionar sobre los mecanismos mediante los cuales los civiles, presumiblemente neutrales y sin poder alguno, podemos nutrir o frenar la guerra.

Si asumimos que somos parte del problema, podemos también tener un papel en la solución. En este sentido, creo que entender la forma en la que nosotros, tanto en el campo como en la ciudad, contribuimos de forma consciente o inconsciente al accionar de los grupos armados, es fundamental para poner fin al conflicto y, sobre todo, para avanzar hacia una paz estable y consolidada. La paz no puede seguir siendo una tarea solo de víctimas y victimarios, sino que debemos asumirla todos.

lunes, 16 de enero de 2012

Violencia en LA

Por Natalia Pérez.

Una ONG mexicana de centro derecha llamada Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal acaba de publicar el ranking de las 50 ciudades más peligrosas del mundo, en el que se incluyeron ciudades de más de 300 mil habitantes cuyas tasas de homicidios estaban disponibles en internet. Aunque no se trata de un estudio riguroso, y es seguramente un poco sesgado, vale la pena revisar los resultados. El Espectador de hoy incluyó una breve nota sobre estos, titulada “Las primeras 20 de las 50 ciudades más violentas del mundo son latinoamericanas”. Sin embargo, esta nota no corresponde a los resultados que arroja el informe: en realidad 45 de las ciudades más violentas del mundo están en el continente Americano y 40 de ellas en América Latina, es decir el 80%.

Los países con el mayor número de ciudades en el ranking son Brasil, México y Colombia, mientras que la ciudad más violenta registrada es San Pedro Sula, en Honduras. Las ciudades colombianas que se incluyen en el ranking son Cali (11), Medellín (14), Cúcuta (23), Pereira (35) y Barranquilla (42).

La primera claridad que resulta de esto es que no estamos solos en medio de la violencia: esta se tomó el continente. La segunda es que, aún si resolviéramos nuestro eterno conflicto armado (y ese ya es un anhelo inmenso), la violencia en Colombia persistirá si no renovamos nuestro contrato social, tal y como ha ocurrido con los países centroamericanos, en los que 15 años después del fin formal del conflicto aún se presentan tasas de violencia altísimas y mucha debilidad institucional.

Hace ya un tiempo leí una entrevista a Marcola, líder de una banda criminal brasilera en la que él sostenía que [él y sus hombres] “Ya somos una nueva especie, ya somos otros bichos, diferentes a ustedes…. Hay una tercera cosa creciendo allí afuera, cultivada en el barro, educándose en el más absoluto analfabetismo, diplomándose en las cárceles, como un monstruo Alien escondido en los rincones de la ciudad.... La post miseria genera una nueva cultura asesina, ayudada por la tecnología, satélites, celulares, Internet, armas modernas. Es la mierda con chips, con megabytes. Mis comandados son una mutación de la especie social. Son hongos de un gran error sucio”.

Vuelvo entonces al tema de la necesidad de renovar el contrato social. No creo que sea casualidad que toda esta violencia ocurra justo en nuestra región, que es la más desigual del mundo. Una región de profundas paradojas en la que la alegría y el carnaval se mezclan con sangre.

La forma en la que nuestras sociedades se estructuran, con clases sociales bien delimitadas y bajas posibilidades de movilidad social, niveles de racismo tan altos que incluso habitan el inconsciente colectivo y que por ende nos cuesta reconocer, elites con un muy bajo y limitado sentido de responsabilidad social, en fin, sociedades en las que la mayoría debe conformarse con muy poco y permanece excluida toda su vida, hace que siempre exista gran cantidad de “materia prima” para alimentar la guerra.

Es por esta razón que la estrategia de perseguir y asesinar a los líderes de las Farc o de las Bacrim me parece tan inútil. Es cierto que en el mejor de los casos esto puede llevar a una desmovilización de un bloque o frente, pero el vacío que deja un grupo es rápidamente ocupado por otro, y además, muchos desmovilizados reinciden. La columna de hoy de Antonio Caballero http://www.semana.com/opinion/otra-vez-farsa/170363-3.aspx muestra cómo los jefes de estas bandas se “reproducen como patriarcas de la Biblia” y señala al narcotráfico como el eje del problema, aunque deja por fuera otros temas que considero vitales. Por supuesto, la discusión sobre esta gigante y poderosa multinacional ilegal es central en el debate de la violencia latinoamericana, pero este será tema de otro blog.