Por Natalia Pérez
No tengo ninguna duda de que las
mujeres resultan particularmente impactadas como consecuencia del desarrollo de
un conflicto armado. Dado que la mayoría de las bajas en un conflicto son
hombres en edad productiva, está claro que tras su muerte –o discapacidad-, son
muchas las mujeres que deben asumir solas la responsabilidad de mantener a sus
familias, lo que aumenta significativamente su condición de vulnerabilidad
preexistente. De esta forma, por ejemplo, los hogares de mujeres desplazadas
cabeza de familia son los más pobres dentro de los pobres, condición que se
agrava si además pertenecen a una minoría étnica. Además de lo anterior, hay
también otras múltiples formas de victimización contra las mujeres que sin duda
explican -y justifican -el porqué en el imaginario colectivo las mujeres son
percibidas principalmente como víctimas
de la guerra.
En Colombia, como consecuencia del
prolongado conflicto armado, muchas mujeres se han proyectado desde el nivel
comunitario como actores clave en la defensa de los derechos humanos y la
denuncia de violaciones y abusos cometidos por diversos actores armados. Un
ejemplo muy notable de este liderazgo lo constituyen mujeres como Carmen
Palencia, líder de la restitución de tierras, quien recibió el premio a una de
la mejores lideres de Colombia en 2011, y Yolanda Izquierdo, quien lideró una
asociación de desplazados en Córdoba que buscaba la verdad detrás de acciones
de las AUC y fue asesinada en 2007, entre muchas otras.
Sin embargo, al recorrer
recientemente algunos municipios de Colombia, he vuelto a ver algo que ya había
notado hace 12 años cuando viví en dos pequeños pueblos de Cundinamarca: las
mujeres jóvenes, que en muchos casos son niñas menores de 14 años, son las
primeras en acercarse a los miembros de grupos armados cuando estos llegan a
sus municipios y se convierten rápidamente en sus amantes, aliadas y en las
madres de sus hijos. No importa si se trata de grupos legales o ilegales, lo
que parece seducirlas es simplemente el “uniforme” y el poder que estos actores
ejercen en virtud de las armas que portan. Y esto no sólo tiene un efecto en
ellas y en sus familias – pues se ponen en riesgo y por lo general se vuelven
objetivo militar del grupo enemigo- ,
sino que también constituye un incentivo poderoso para que los hombres
jóvenes locales se unan al grupo, ya que esto los hará sexualmente más atractivos
y deseables.
Sin duda las relaciones de género
extremadamente desiguales en las que las mujeres colombianas vivimos, que son
mucho más marcadas en el sector rural, explican en parte esta actitud: las
mujeres necesitan de un hombre fuerte para que él asuma su protección y las
mantenga. Sin embargo, me pregunto si no valdría la pena cuestionar esta
actitud y, sobre todo, la responsabilidad ética que esta tiene en la
perpetuación del conflicto.
No se trata de criminalizar a todas
las mujeres rurales ni mucho menos. Además esto también ocurre en zonas urbanas
y con mujeres que tienen más oportunidades, como es el caso de las modelos
famosas que se casan o que son amantes de “traquetos”. Simplemente, creo que
como sociedad no hemos cuestionado lo suficiente –ni estudiado o mucho menos
entendido- el rol de las mujeres civiles en las dinámicas del conflicto y la
violencia. Qué pasaría por ejemplo si las mujeres fuéramos menos permisivas con
los actores armados? Acaso no estamos las mujeres aceptando y validando
socialmente el uso de métodos violentos al escoger a actores armados como
parejas deseables y, a través de este mecanismo, perpetuando un conflicto que
al final nos victimiza desproporcionadamente?.
Qué pasaría sí, por ejemplo, como se narra en la obra de
teatro Lisístrata de Aristófanes, las mujeres dejáramos de tener sexo con los
soldados (de todos los ejércitos y grupos) para presionar el fin del conflicto?
Qué pasaría sí hiciéramos de esto una forma emblemática de resistencia pacífica?
En Colombia, el precedente más importante es el caso de la huelga de piernas cruzadas que
protagonizaron las novias de pandilleros en Pereira para que estos se
desarmaran en 2006, la cual produjo una reducción importante en los homicidios
de la ciudad. Bajo el lema “la violencia no es sexy”, ellas usaron el sexo como
mecanismo de presión para alejar a sus parejas de las pandillas y esto se
convirtió su vez en una forma de reivindicación para ellas mismas, pues se
sentían en posición de exigir algo a sus parejas. En conflictos armados, quizás
el caso más emblemático es el de las mujeres de Liberia, quienes cansadas de
una larga guerra civil que devastó al país durante 14 años, decidieron acudir a
una huelga sexual - entre otros mecanismos no violentos- para presionar a los
hombres a firmar la paz, lo cual consiguieron.
No es que crea que aquí yace la clave de la solución a
nuestro conflicto armado, pero lo que sí creo es que, de una parte, tenemos que
ser más creativos en la búsqueda de medidas de presión y soluciones al conflicto
y, de otra, espero que este tema nos sirva de excusa para reflexionar sobre los
mecanismos mediante los cuales los civiles, presumiblemente neutrales y sin
poder alguno, podemos nutrir o frenar la guerra.
Si asumimos que somos parte del problema, podemos también
tener un papel en la solución. En este sentido, creo que entender la forma en
la que nosotros, tanto en el campo como en la ciudad, contribuimos de forma consciente
o inconsciente al accionar de los grupos armados, es fundamental para poner fin
al conflicto y, sobre todo, para avanzar hacia una paz estable y consolidada. La
paz no puede seguir siendo una tarea solo de víctimas y victimarios, sino que
debemos asumirla todos.