Por Natalia Perez
Las revelaciones de esta semana sobre la cárcel de Tolemaida, en la que están recluidos militares condenados por delitos atroces que gozan de beneficios inauditos, como por ejemplo seguir recibiendo sueldo durante el pago de su condena, lo que además les da derecho a pensión, o contar con un negocio dentro de la base militar como un restaurante o un taxi, resultan tan indignantes para mi, como “normales” y predecibles para algunos de mis compañeros de trabajo, quienes, por supuesto, están más familiarizados que yo con el funcionamiento del ejercito.
Sólo la idea de que mis impuestos estén financiando más la guerra que la paz me entristece. Pero la certeza de que además financian beneficios de militares que cometieron crímenes como masacres de campesinos, desapariciones y falsos positivos me parece simplemente inaceptable. Sabemos ahora con absoluta certeza que durante muchos años el ejército tuvo una excesiva complacencia con prácticas que iban en contra de los derechos humanos y que, incluso, en más casos de los que están documentados, actuaban con la colaboración de paramilitares, quienes se encargaban del “trabajo sucio”. Sin embargo, en principio se supone que estamos ante una institución que ha cambiado, en la que el respeto a los derechos humanos empieza a ser la regla y no la excepción, y en la que ese tipo de prácticas son cosa de un pasado vergonzoso que quedó atrás y que no volverá.
Lo que la cárcel de Tolemaida muestra es que esto no es más que una ilusión: los altos mandos militares no sólo protegen sino que también compensan a aquellos condenados por cometer crímenes. El mensaje para la tropa que da Tolemaida es muy simple: el peor de todos los escenarios posibles para un militar que comete un delito, incluso si éste es de lesa humanidad, no es terrible en absoluto. Su condena no será tan larga y la pagará bajo los “cuidados” de la institución e incluso como parte del “servicio” con la institución.
Considero que un país que se precia de estar entrando en post-conflicto no puede darse el lujo de permitir que los miembros de sus fuerzas militares que atentaron contra su población civil no reciban condenas severas y ejemplares. Sus delitos son más graves que los cometidos por los actores armados ilegales, pues es en ellos en quienes confiamos nuestra protección.
Pues bien, creo que esta coyuntura de Toleimada va a permitir medir fuerzas entre el Gobierno y los militares y nos va a dejar ver qué tan comprometido está Santos con la agenda de derechos humanos que introdujo cuando era ministro de defensa en la era Uribe y si él, dentro de su agenda de gran reformador, está dispuesto a tocar un punto neurálgico que sí puede contribuir a avanzar hacia el post-conflicto: reducir el inmenso poder del que gozan (y han gozado por muchas décadas) los militares en el país.
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