Por Natalia Perez
Creo que resulta muy difícil evitar sentirse seducido por el cambio en el discurso y en el tono, así como por la mención de temas nuevos en la agenda política, en especial la prioridad dada a la reparación de las víctimas y la restitución de tierras como elementos claves para construir un camino sólido hacia la paz, que ha introducido el gobierno de Santos.
Los efectos, por supuesto, no se han hecho esperar: en el campo de las relaciones internacionales, no sólo se logró el restablecimiento de las relaciones con Venezuela y Ecuador, sino que también se observa una diversificación, que comprende entre otras un súbito dinamismo en las relaciones con Asia, una cercanía estratégica con Brasil y en general un nuevo posicionamiento del país como líder (y no como “paria”) en la región.
A nivel doméstico la situación no es menos alentadora: el presidente nombra personas competentes en muchos de los ministerios y otros cargos de importancia; declara abiertamente su respeto por los demás poderes; los opositores y las ONGs contrarias al gobierno dejan de recibir el rótulo de auxiliadores de la guerrilla; después de 16 meses de interinidad se consigue nombrar en propiedad a la fiscal general de la nación y, ante una tragedia invernal de increíble magnitud, el ejecutivo responde declarando la emergencia humanitaria y además anuncia un ambicioso plan de reconstrucción que, en principio, le podría fin a este tipo de desastres anunciados y periódicos.
Todas estas señales enviadas por el nuevo gobierno despertaron en mi un gran entusiasmo: no había votado por Santos debido a la perspectiva de un gobierno continuista y, sin embargo, una vez en el poder él parecía estar actuando como lo habría hecho el candidato perfecto (demócrata, liberal y progresista!). Era quizá la forma más dulce de una victoria, pues llegaba después de una batalla en la que ya estaba resignada a la derrota!
Sin embargo hoy, luego de haber leído las entrevistas más recientes y, claro, con un poco más de tiempo en el poder, siento que las razones para el optimismo no tienen mayor profundidad: los intereses de grandes empresarios y la banca no se tocan, el asistencialismo en los programas sociales sigue siendo la regla y el país avanzan sin vacilaciones hacia un modelo de desarrollo basado en la minería que sin duda continuará generando serias implicaciones ambientales y sociales que no son otra cosa que combustible para el conflicto.
Y con esto, vuelvo a un argumento que se me ocurrió en su momento para explicar el fenómeno de la popularidad de Uribe. La situación era tan caótica bajo Pastrana, con unas Farc todo poderosas que secuestraban sin tregua, amenazaban casi todas las carreteras y tenían prácticamente cercada a Bogotá y con un presidente más interesado en obtener un reconocimiento internacional que en tomar las riendas de la situación del país que, cuando Uribe subió al poder e hizo lo que cualquiera habría tenido que hacer, es decir, replegar las Farc y asumir propiamente su mandato, los colombianos lo amaron y estuvieron (y según parece aún están) infinitamente agradecidos por eso.
Creo que en este momento nos está pasando algo muy similar: luego de habernos acostumbrado a Uribe, con su discurso irrespetuoso con cualquier tipo de oposición y lleno de odio, con su estilo de gobierno autoritario y populista, con su idea de sostener en altos cargos a personas claramente incompetentes, con sus continuos abusos de poder y escándalos de corrupción, por no nombrar la cuasi certeza de sus vínculos con el paramilitarismo, llega un Santos que usa un discurso moderado, que no sale en televisión y radio todos los días a lanzar insultos, que se rodea de un equipo competente e idóneo y quien en principio ejerce un liderazgo desprovisto del odio visceral que caracterizó (y aún caracteriza a Uribe y a los furibistas del “Coffee Party”), y los colombianos estamos dichosos (su popularidad ha alcanzado incluso el 90%!).
Pues bien, en mi humilde opinión, se trata simplemente de una cuestión de estándares: para desgracia nuestra, estos últimos mandatarios han salido del poder dejando estándares tan bajos en aspectos clave para cualquier Estado democrático, que simplemente basta con que quien suba al poder haga lo mínimo que tiene que hacer para ser alabado y adorado incondicionalmente. Y, mientras celebramos entusiasmados la “gloriosa llegada del nuevo mesías”(pues el catolicismo sin duda tiene mucho que ver con esto), se nos pasan por delante los debates de fondo que sí definen el tipo de país hacia el que estamos avanzando (¿o retrocediendo?).
Estoy de acuerdo! Creo ademas que la ausencia de una linea de pensamiento identificable y su falta de ética hacen que mis esperanzas en un "país mejor" no puedan ir mucho mas allá.
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